viernes, 5 de febrero de 2010

Contrato Social, III, Rousseau

¿En efecto, conceder á la necesidad y al trabajo el derecho del primer ocupante, no es darle toda la extensión posible? ¿Acaso no se han de poner límites á este derecho? ¿Bastará entrar en un terreno común para pretender desde luego su dominio? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para arrojar de él por un momento á los demás hombres, para quitarles el derecho de volver allí? ¿Como puede un hombre ó un pueblo apoderarse de una inmensa porción de terreno y privar de ella á todo el género humano sin cometer una usurpación digna de castigo, puesto que quita al resto de los hombres la morada y los alimentos que la naturaleza les da en común? Cuando Núñez Balboa desde la costa tomaba posesión del mar del Sur y de toda la América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era esto bastante para desposeer á todos los habitantes y excluir á todos los príncipes del mundo? De este modo estas ceremonias se multiplicaban inútilmente; y S. M. Católica podía de una [29] vez desde su gabinete tomar posesión de todo el universo, pero quitando en seguida de su imperio lo que antes poseyesen los demás príncipes.



Se concibe fácilmente de que modo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se hacen territorio público; y de que modo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos al terreno que ocupan, llega á ser á la vez real y personal, y esto pone á los poseedores en mayor dependencia y hasta hace que sus propias fuerzas sean garantes de su fidelidad; ventaja que al parecer no conocieron los antiguos monarcas, que llamándose tan solo reyes de los Persas, de los Escitas, de los Macedonios, parecía que se consideraban mas bien como jefes de los hombres que como dueños del país. Los actuales reyes se llaman con mayor habilidad reyes de Francia (5), de España, de Inglaterra, &c. Dueños por este medio del terreno, están seguros de serlo de los habitantes.



Lo que hay de singular en esta enajenación es que, aceptando el común los bienes de los particulares, está tan lejos de despojarlos de ellos que aun les asegura su legítima posesión, muda la usurpación en un verdadero derecho, y el goce en propiedad. Considerados entonces los poseedores como depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados de todos los miembros del estado, [30] y sostenidos con todas las fuerzas de este contra el extranjero por una cesión ventajosa para el público, y mas ventajosa aun para los particulares, han adquirido, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se explica fácilmente distinguiendo los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre una misma cosa, como se verá mas adelante.



También puede suceder que empiecen á juntarse los hombres antes de poseer algo, y que apoderándose en seguida de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común, ó se lo partan entre sí, ya sea igualmente, ya según la proporción que establezca el soberano. Pero de cualquiera manera que se haga esta adquisición, siempre el derecho que tiene cada particular sobre su propio fundo está subordinado al derecho que el común tiene sobre todos; sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.



Concluiré este capítulo y este libro con una observación que ha de servir de base á todo el sistema social; y es que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye al contrario una igualdad moral y legítima á la desigualdad física que la naturaleza pudo haber establecido entre los hombres, quienes pudiendo ser desiguales en fuerza ó en talento, se hacen iguales por convención y por derecho. (6) [3





Libro II



Capítulo I

Que la soberanía es inajenable

La primera y mas importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que solo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del estado según el fin de su institución, que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses le ha hecho posible. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; y sino hubiese algún punto en el que todos los intereses estuviesen conformes, ninguna sociedad podría existir: luego la sociedad debe ser gobernada únicamente conforme á este interés común. Digo según esto, que no siendo la soberanía mas que el ejercicio de la voluntad general nunca se puede enajenar; y que el soberano, que es un ente colectivo, solo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.



En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular convenga en algún punto con la voluntad general, lo es á lo menos que esta conformidad sea duradera y constante; pues la voluntad particular se inclina por su naturaleza á los privilegios, y la voluntad general á la igualdad. Todavía es más imposible tener una garantía de esta conformidad, aun cuando hubiese de durar siempre; ni seria esto un efecto del arte, sino de la casualidad. Bien puede decir el Soberano: actualmente quiero lo que tal hombre quiere ó á lo menos lo que dice querer; pero no puede decir: lo que este hombre querrá mañana, yo también lo querré: pues es muy absurdo que la voluntad se esclavice para lo venidero y no depende de ninguna voluntad el consentir en alguna cosa contraria al bien del mismo ser que quiere. Luego si el pueblo promete simplemente obedecer, por este mismo acto se disuelve y pierde su calidad de pueblo; apenas hay un señor, ya no hay soberano, y desde luego se halla destruido el cuerpo político.



No es esto decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntades generales mientras que el soberano, libre de oponerse á ellas, no lo hace. En este caso el silencio universal [33] hace presumir el consentimiento del pueblo. Pero esto ya se explicará con mayor detención.

















Capítulo II

Que la soberanía es indivisible

Por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues ó la voluntad es general, (7) ó no lo es: ó es la voluntad de todo el pueblo, ó tan solo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía, y hace ley: en el segundo, no es mas que una voluntad particular, ó un acto de magistratura y cuando mas un decreto.



Más no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto: la dividen en fuerza y en voluntad, en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derecho de impuestos, de justicia y de guerra, en administración interior y en poder de tratar con el extranjero: tan pronto unen todas estas partes, como las separan. Hacen del soberano un ser quimérico, formado de diversas partes reunidas, lo mismo que si formasen un hombre con varios cuerpos, de los cuales el uno tuviese [34] ojos, los otros brazos, los otros pies, y nada más. Se cuenta que los charlatanes del Japón despedazan un niño en presencia de los espectadores, y arrojando después en el aire todos sus miembros el uno después del otro, hacen caer el niño vivo y unido enteramente. Como estos son á corta diferencia los juegos de manos de nuestros políticos: después de haber desmembrado el cuerpo social, unen sus piezas sin que se sepa como, por medio de un prestigio digno de una feria.



Proviene este error de no haberse hecho una noción exacta de la autoridad soberana, y de haber considerado como partes de esta autoridad lo que solo era una derivación de ella. Por ejemplo, se han mirado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; lo que no es así, pues cada uno de estos actos no es una ley, sino una aplicación de ella; es un acto particular que aplica el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea anexa á esta palabra.



Siguiendo de la misma manera las demás divisiones, hallaríamos que se engaña quien crea ver dividida la soberanía; que los derechos que considera ser partes de esta soberanía le están del todo subordinados, y que son solamente ejecutores de voluntades supremas, que por necesidad han de existir con anterioridad á ellos.



No es fácil decir cuanta oscuridad esta falta de exactitud ha producido en las decisiones [35] de los autores en materias de derecho político, cuando han querido juzgar los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos según los principios que habían establecido. Cualquiera puede ver, en los capítulos III y IV del libro primero de Grocio cuanto este sabio y su traductor Barbeirac se enredan y se embarazan con sus sofismas, por temor de hablar demasiado ó de no decir lo bastante según sus miras, y de chocar con los intereses que habían de conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y con ánimo de hacer la corte á Luís XIII, á quien dedicó el libro, no perdona medio para despojar á los pueblos de todos sus derechos y para revestir con ellos á los reyes con toda la habilidad posible. Lo mismo hubiera querido hacer Barbeirac, que dedicaba su traducción á Jorge I, rey de Inglaterra. Pero desgraciadamente la expulsión de Jacobo II, que él llama abdicación, le obligó á ser reservado, á buscar efugios y á tergiversar, para que no se dedujese de su obra que Guillermo era un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, todas las dificultades hubieran desaparecido y no se les podría tachar de inconsecuentes; pero hubieran dicho simplemente la verdad sin adular mas que al pueblo. La verdad empero no guía á la fortuna, y el pueblo no da embajadas, ni obispados, ni pensiones. [36]





Capítulo III

Si la voluntad general puede errar

De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirige á la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero á veces no sabemos conocerla: el pueblo no puede ser corrompido, mas se le engaña á menudo, y solo entonces parece querer lo malo.



Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta solo mira al interés común; la otra mira al interés privado, y no es mas que una suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el mas y el menos, que se destruyen mutuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general.



Sí, cuando el pueblo suficientemente informado delibera, no tuviesen los ciudadanos ninguna [37] comunicación entre sí, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general, y la deliberación seria siempre buena. Pero cuando se forman facciones y asociaciones parciales á expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general con respecto á sus miembros, y particular con respecto al estado: se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciones. Las diferencias son en menor número, y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que supera á todas las demás, ya no tenemos por resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; ya no hay entonces voluntad general y el parecer que prevalece no es ya mas que un parecer particular.



Conviene pues para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el estado, y que cada ciudadano opine según él solo piensa. Esta fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Y en el caso de que haya sociedades parciales, conviene multiplicar su número y prevenir su desigualdad, como hicieron Solon, Numa y Servio. Estas son las únicas precauciones capaces de hacer que la voluntad general sea siempre ilustrada, y que el pueblo no se engañe.













Capítulo IV

De los límites del poder soberano

Si el estado no es mas que una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si su cuidado mas importante es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer todas las partes del modo mas conveniente al todo. Así como la naturaleza da á cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así también el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y á este mismo poder, dirigido por la voluntad general se le da, como tengo dicho, el nombre de soberanía. Pero á mas de la persona pública, hemos de considerar á los particulares, que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de aquella. Tratase pues de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y los del soberano, y los deberes que los primeros han de cumplir en calidad de súbditos, del derecho natural de que han de disfrutar en calidad de hombres.



Se confiesa generalmente que la parte de poder, de bienes y de libertad que cada cual enajena por el pacto social, es solamente aquella cuyo uso importa al común; pero es preciso confesar también que solo el soberano puede juzgar esta importancia. Todos los servicios que un ciudadano puede prestar al estado, se los debe luego que el soberano se los pide; pero este por su parte no puede imponer á los súbditos ninguna carga inútil al común; ni aun puede querer esto, pues en el imperio de la razón, del mismo modo que en el imperio de la naturaleza, nada se hace sin motivo. Las promesas que nos unen al cuerpo social solo son obligatorias porque son mutuas; y son de tal naturaleza que cumpliéndolas, no podemos trabajar para los demás sin que trabajemos también para nosotros mismos.



¿Por qué razón la voluntad general es siempre recta, y por que quieren todos constantemente la dicha de cada uno de ellos, sino porque no hay nadie que deje de apropiarse esta palabra cada uno y que no piense en sí mismo votando por todos? Lo que prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que esta igualdad produce, derivan de la preferencia que cada cual se da, y por consiguiente de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo [40] en su objeto del mismo modo que en su esencia; que debe salir de todos para aplicarse á todos, y que pierde su rectitud natural cuando se inclina á algún objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que nos es ajeno, no tenemos ningún principio de equidad que nos guíe.



En efecto, luego que se trata de un hecho particular sobre un punto, que no ha sido determinado por una convención general y anterior, el asunto se hace contencioso: es un proceso en el cual los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra, y en el cual no veo ni la ley que se ha de seguir, ni al juez que debe pronunciar. Seria hasta ridículo querer atenerse entonces á una expresa decisión de la voluntad general, que solo puede ser la determinación de una de las partes, y que por consiguiente no es con respecto á la otra mas que una voluntad ajena, particular, llevada en esta ocasión hasta la injusticia y sujeta á error. Así pues, de la misma manera que una voluntad particular no puede representar la voluntad general; esta muda á su vez de naturaleza, teniendo un objeto particular, y tampoco puede como general pronunciar ni sobre un hombre, ni sobre un hecho. Cuando, por ejemplo, el pueblo de Atenas nombraba ó deponía sus jefes, concedía honores al uno, imponía penas al otro, y por una multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, entonces el pueblo no tenia ya voluntad [41] general propiamente dicha, ya no obraba como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario á las ideas comunes; pero es preciso darme tiempo para exponer las mías. De aquí resulta que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos, como el interés común que los une; pues en esta institución cada cual se somete precisamente á las condiciones que él impone á los demás; unión admirable del interés y de la justicia, que da á las deliberaciones comunes un carácter de equidad, que se desvanece en la discusión de todo asunto particular, á falta de un interés común que una é identifique la regla del juez con la de la parte.



De cualquier modo que se suba al principio, se encuentra siempre la misma conclusión; á saber, que el pacto social establece entre los ciudadanos tal igualdad, que todos se obligan bajo unas mismas condiciones y deben disfrutar de unos mismos derechos. Así es que, según la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, esto es, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga ó favorece igualmente á todos los ciudadanos; de modo que el soberano solo conoce el cuerpo de la nación sin distinguir á ninguno de los que la componen. ¿Que cosa es pues con propiedad un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es [42] común á todos; útil, porque solo tiene por objeto el bien general, y sólida, porque tiene las garantías de la fuerza pública y del supremo poder. Mientras que los súbditos se sujetan tan solo á estas convenciones, no obedece á nadie mas que á su propia voluntad; y preguntar hasta donde alcanzan los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos, es preguntar hasta que punto pueden estos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos, y todos hacia cada uno de ellos.



Según esto es evidente que el poder soberano, por mas absoluto, sagrado é inviolable que sea, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer libremente de los bienes y de la libertad, que estas convenciones le han dejado; de modo que el soberano no tiene facultad para gravar á un súbdito mas que á otro, porque, haciéndose entonces el asunto particular, su poder ya no es competente.



Una vez admitidas estas distinciones, es tan falso que en el contrato social haya alguna renuncia verdadera por parte de los particulares, que su situación, por efecto de este contrato, es preferible en realidad á lo que era antes, y que en lugar de una enajenación no han hecho mas que un cambio ventajoso de un modo de vivir incierto y precario con otro mejor y mas seguro, de la independencia natural con la libertad, del poder de dañar á otro con su propia seguridad, y de su fuerza, [43] que otros podían superar, con un derecho que la unión social hace invencible. Su misma vida, que han consagrado al estado, está protegida continuamente por este; y cuando la exponen en defensa de la patria, ¿qué otra cosa hacen sino devolverle lo que han recibido de ella? ¿Que otra cosa hacen, que no hubiesen hecho con mas frecuencia y con mas peligro en el estado de la naturaleza, en el cual entregados á combates inevitables, habrían de defender con peligro de la vida lo que les sirve para conservarla? Todos deben combatir por la patria en caso de necesidad, es cierto; mas también de este modo nadie ha de combatir por sí. ¿No se gana mucho en correr, para conservar nuestra seguridad, una parte de los riesgos, que deberíamos correr para conservarnos á nosotros mismos, luego que la perdiésemos?