miércoles, 30 de marzo de 2011

TRÁNSITO DE LA FILOSOFÍA MORAL POPULAR A LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

ACTIVIDAD PURAMENTE DE INICIACIÓN FILOSÓFICA


OBJETIVOS:

DIMENSION COGNITIVA: Tiene los potenciales para comprender textos de carácter filosófico
DIMENSION PROCEDIMENTAL: Puede formular cuestiones relacionadas con fundamentos metafísicos y dar razón de ellas
DIMENSION AXIOLOGICA: Es coherente entre su que hacer estudiantil y la disposición para entregar los trabajos requeridos

COMPETENCIA ARGUMENTATIVA: Es capaz de reconstruir textos de carácter filosófico
COMPETENCIA INTERPRETATIVA: Analiza y comprende la naturaleza de textos filosóficos
COMPETENCIA PROPOSITIVA: Explica con ejemplos y con argumentos propios las formulaciones filosóficas de Kant.

Desarrolle concienzudamente los siguientes ítems.

1. Determine las ideas más importantes de la lectura. Subráyelas y compréndalas.
2. Explique detenidamente por lo menos una idea de cada párrafo.


Ahora, ya que ha hecho una aproximación a la lectura, desarrolle filosóficamente las siguientes cuestiones:

1. Explique detalladamente, y con un ejemplo claro la relación que se establece entre deber y acción moral.
2. ¿Por qué la naturaleza humana es frágil, como para poner en práctica las acciones morales?
3. Explique a qué se refiere Kant, en el segundo párrafo, cuando dice que es imposible determinar el fundamento de las acciones morales.
4. ¿De qué manera la razón ordena las acciones morales que se deben hacer, es decir, determina la voluntad humana con presupuestos a priori?
5. Piense, filosofe, y argumente detalladamente la explicación a la siguiente frase: “si no se quiere negar al concepto de moralidad toda verdad y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene validez”
6. ¿Por qué los ejemplos no sirven para dar razón del concepto de moralidad?
7. Una vez leído, analizado, y sobre todo comprendido el texto anterior escrito por Kant, explique ¿qué es eso del principio supremo de la moralidad, es decir, la metafísica de las costumbres?


Si el concepto de deber que tenemos por ahora ha sido obtenido a partir del uso común de nuestra razón práctica, no debe inferirse, de ninguna manera, que lo hayamos tratado como concepto de experiencia. Todo lo contrario: si prestamos atención a la experiencia del hacer y omitir humanos encontramos quejas no sólo numerosas sino (hemos de admitirlo) también justas, por no haber podido adelantar ejemplos seguros de la disposición de espíritu de quien obra por el puro deber; hallamos que aunque muchas acciones suceden en conformidad con lo que ordena el deber, siempre cabe la duda de si han ocurrido por deber, y, por lo tanto, de si poseen un valor moral. Por eso ha habido en todos los tiempos filósofos que han negado en absoluto la realidad de esa disposición de espíritu en las acciones humanas y lo han atribuido todo a un egoísmo más o menos refinado, aunque no por eso han puesto en duda la exactitud del concepto de moralidad. Más bien han hecho mención, con íntima pena, de la fragilidad e impureza de la naturaleza humana, que si bien es lo bastante noble como para proponerse como precepto una idea tan digna de respeto, es al mismo tiempo demasiado débil para ponerla en práctica, y emplea la razón, que debería servirle de legisladora, para administrar el interés de las inclinaciones, bien sea aisladamente, bien sea (en la mayoría de las ocasiones) en su más alto grado de compatibilidad mutua.


En realidad, es absolutamente imposible determinar por medio de la experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, por lo demás conforme con el deber, haya tenido su asiento en fundamentos exclusivamente morales y en la representación del deber. Pues a veces se da el caso de que, a pesar del examen más penetrante, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso -independientemente del fundamento moral del deber- como para mover a tal o cual buena acción o a un gran sacrificio, sólo que de ello no podemos concluir con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo oculto tras el simple espejismo de aquella idea: solemos preciarnos mucho de poseer algún fundamento determinante lleno de nobleza, pero es algo que nos atribuimos falsamente. Sea como sea, y aun ejercitando el más riguroso de los exámenes, no podemos nunca llegar por completo a los más recónditos motores de la acción, puesto que cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino sus principios íntimos, que no se ven.


[…] Por amor a los hombres voy a admitir que la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza uno por todas partes con el amado yo, que continuamente se destaca y sobre el que se fundamentan los propósitos, y no sobre el estrecho mandamiento del deber, que muchas veces exigiría la renuncia y el sacrificio. No se necesita ser un enemigo de la virtud: basta con observar el mundo con sangre fría, sin tomar enseguida por realidades los vivísimos deseos en pro del bien, para dudar en ciertos momentos (sobre todo cuando el observador es ya de edad avanzada y posee una capacidad de juzgar que la experiencia ha afinado y agudizado para la observación) de si realmente se halla en el mundo una virtud verdadera. Y aquí no hay nada que pueda evitarnos la caída completa de nuestra idea de deber y permitirnos conservar en el alma un respeto bien fundamentado a su ley, a no ser la clara convicción de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, pues no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder, y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo fundamenta en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón […] que determina la voluntad por fundamentos a priori.


Añádase a esto que, si no se quiere negar al concepto de moralidad toda verdad y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene validez, no sólo para los hombres, sino para todos los seres racionales en general, y no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones, sino de un modo absolutamente necesario; por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión de inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas. Pues ¿con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea válido más que en las condiciones contingentes de la humanidad y considerarlo precepto universal para toda naturaleza racional? ¿Cómo vamos a considerar las leyes de determinación de nuestra voluntad como leyes de determinación de la voluntad de un ser racional en general y, precisamente por eso, válidas también para nosotros, si fueran simplemente empíricas y no tuvieran su origen completamente a priori en una razón pura práctica?


El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es querer deducirla de determinados ejemplos, porque cualquier ejemplo que se me presente en este sentido tiene que ser previamente juzgado, a su vez, según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; así que el ejemplo no puede ser de ninguna manera el que nos proporcione el concepto de moralidad. El mismo santo de los Evangelios tiene que ser comparado, ante todo, con nuestro ideal de la perfección moral antes de que le reconozcamos como tal… Mas ¿de dónde tomamos entonces el concepto de Dios como bien supremo? Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y vincula inseparablemente al concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en el terreno de la Moral, y los ejemplos sólo sirven como estímulos, al poner fuera de duda la posibilidad de hacer lo que manda la ley, presentándonos intuitivamente lo que la regla práctica expresa de una manera universal, pero no autorizando nunca a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para limitarse a regir la conducta por medio de ejemplos.


Así pues, si no hay ningún verdadero Principio Supremo de la Moralidad que no descanse en la razón pura independientemente de toda experiencia, creo que ni siquiera es necesario preguntar si será bueno establecer a priori esos conceptos con todos los principios pertenecientes a ellos y exponerlos en general (in abstracto), en cuanto que su conocimiento debe distinguirse del conocimiento común y llamarse filosófico. Pero en esta época nuestra podría, acaso, ser necesario hacerlo, pues si reuniéramos votos sobre si debe preferirse un conocimiento racional puro separado de todo lo empírico, es decir, una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinaría el peso de la balanza.