Libro tres:
Capítulo V
División de los gobiernos
División de los gobiernos
Siendo cosas
idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el gobierno señor supremo de
la ciudad, es absolutamente preciso que el señor sea o un solo individuo, o una
minoría, o la multitud de los ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría,
o la mayoría, gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura
necesariamente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno sólo, sea
el de la minoría, sea el de la multitud, la constitución se desvía del camino
trazado por su fin, puesto que, una de dos cosas, o los miembros de la
asociación no son verdaderamente ciudadanos o lo son, y en este caso deben
tener su parte en el provecho común.
Cuando la monarquía
o gobierno de uno sólo tiene por objeto el interés general, se le llama
comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal
que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la
denomina así, ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya
porque el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los
asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general,
el gobierno recibe como denominación especial la genérica de todos los
gobiernos, y se le llama república. Estas diferencias de denominación son muy
exactas. Una virtud superior puede ser patrimonio de un individuo o de una
minoría; pero a una mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial,
si se exceptúa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en las
masas; como lo prueba el que, en el gobierno de la mayoría, la parte más
poderosa del Estado es la guerrera; y todos los que tienen armas son en él
ciudadanos.
Las desviaciones de
estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo
es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. La tiranía es
una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la
oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la
demagogia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés
general.
Es indispensable que
nos detengamos algunos instantes a notar la naturaleza propia de cada uno de
estos tres gobiernos; porque la materia ofrece dificultades. Cuando observamos
las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho práctico,
se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no omitir
ningún detalle ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su
verdadera luz.
La tiranía, como
acabo de decir, es el gobierno de uno sólo, que reina como señor sobre la
asociación política; la oligarquía es el predominio político de los ricos; y la
demagogia, por el contrario, el predominio de los pobres con exclusión de los
ricos. Veamos una objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría,
dueña del Estado, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama
demagogia; y, recíprocamente, si da la casualidad de que los pobres, estando en
minoría relativamente a los ricos, sean, sin embargo, dueños del Estado, a
causa de la superioridad de sus fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría
llamarse oligarquía, las definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se
resuelve esta dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de
miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el gobierno en que
los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos, y el de la demagogia para
el Estado en que los pobres, que están en mayoría, son los señores. Porque,
¿cómo clasificar las dos formas de constitución que acabamos de suponer: una en
que los ricos forman la mayoría; otra en que los pobres forman la minoría;
siendo unos y otros soberanos del Estado, a no ser que hayamos dejado de
comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política? Pero la razón nos
dice sobradamente que la dominación de la minoría y de la mayoría son cosas
completamente accidentales, ésta en las oligarquías, aquélla en las
democracias; porque los ricos constituyen en todas partes la minoría, como los
pobres constituyen dondequiera la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más
arriba no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente la democracia
de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y dondequiera que el poder está en
manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera
que esté en las de los pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto,
repito, que generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la
riqueza pertenece a pocos, pero la libertad a todos. Estas son las causas de
las disensiones políticas entre ricos y pobres.
Veamos ante todo
cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la demagogia, y lo
que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un cierto
derecho, que es muy verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto
punto, y no es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros.
Así, la igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para todos, sin
embargo, sino sólo entre iguales; y lo mismo sucede con la desigualdad; es
ciertamente un derecho, pero no respecto de todos, sino de individuos que son
desiguales entre sí. Si se hace abstracción de los individuos, se corre el
peligro de formar un juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces
son jueces y partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El
derecho limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a las
personas, como dije en la Moral, se concede sin dificultad cuando se trata de
la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando se trata de las personas a
quienes pertenece esta igualdad; y esto, lo repito, nace de que se juzga muy
mal cuando está uno interesado en el asunto. Porque unos y otros son expresión
de cierta parte del derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un
lado, superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen superiores
en todo; de otro, iguales otros en un punto, de libertad, por ejemplo, se creen
absolutamente iguales. Por ambos lados se olvida lo capital.
Si la asociación
política sólo estuviera formada en vista de la riqueza, la participación de los
asociados en el Estado estaría en proporción directa de sus propiedades, y los
partidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería
equitativo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una tuviese la
misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya se aplique esto a la
primera entrega, ya a las adquisiciones sucesivas. Pero la asociación política
tiene por fin, no sólo la existencia material de todos los asociados, sino
también su felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse entre
esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales no forman
asociación por ser incapaces de felicidad y de libre albedrío. La asociación
política no tiene tampoco por único objeto la alianza ofensiva y defensiva
entre los individuos, ni sus relaciones mutuas, ni los servicios que pueden
recíprocamente hacerse; porque entonces los etruscos y los cartagineses, y
todos los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían ser
considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus convenios
sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, sobre los casos de una
guerra común; aunque cada uno de ellos tiene, no un magistrado común para todas
estas relaciones, sino magistrados separados, perfectamente indiferentes en
punto a la moralidad de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos
que puedan ser los comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver
recíprocamente todo daño. Pero como la virtud y la corrupción política son las
cosas que principalmente tienen en cuenta los que sólo quieren buenas leyes, es
claro que la virtud debe ser el primer cuidado de un Estado que merezca
verdaderamente este título, y que no lo sea solamente en el nombre. De otra
manera, la asociación política vendría a ser a modo de una alianza militar
entre pueblos lejanos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar; y
la ley entonces sería una mera convención; y no sería, como ha dicho el sofista
Licofrón, «otra cosa que una garantía de los derechos individuales, sin poder
alguno sobre la moralidad y la justicia personales de los ciudadanos». La
prueba de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento localidades
diversas y enciérrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto;
ciertamente que no por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad
única, aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído entre sí
matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial de la asociación
civil. O si no, supóngase cierto número de hombres que viven aislados los unos
de los otros, pero no tanto, sin embargo, que no puedan estar en comunicación;
supóngase que tienen leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar
en las relaciones mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros
labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por ejemplo; pues
bien, si sus relaciones se limitan a los cambios diarios y a la alianza en caso
de guerra, esto no constituirá todavía una ciudad. ¿Y por qué? En verdad no
podrá decirse que en este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes.
Lo que sucede es que cuando una asociación es tal que cada uno sólo ve el
Estado en su propia casa, y la unión es sólo una simple liga contra la
violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de la unión no
son en este caso más que las que hay entre individuos aislados. Luego,
evidentemente, la ciudad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la
garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de
cambio; estas condiciones preliminares son indispensables para que la ciudad exista;
pero aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la
asociación del bienestar y de la virtud, para bien de las familias y de las
diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se
baste a sí misma.
Sin embargo, no
podría alcanzarse este resultado sin la comunidad de domicilio y sin el auxilio
de los matrimonios; y esto es lo que ha dado lugar en los Estados a las
alianzas de familia, a las fratrias, a los sacrificios públicos y a las fiestas
en que se reúnen los ciudadanos. La fuente de todas estas instituciones es la
benevolencia, sentimiento que arrastra al hombre a preferir la vida común; y
siendo el fin del Estado el bienestar de los ciudadanos, todas estas
instituciones no tienden sino a afianzarle. El Estado no es más que una
asociación en la que las familias reunidas por barrios deben encontrar todo el
desenvolvimiento y todas las comodidades de la existencia; es decir, una vida
virtuosa y feliz. Y así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la
virtud y la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común. Los que
contribuyen con más a este fondo general de la asociación tienen en el Estado
una parte mayor que los que, iguales o superiores por la libertad o por el
nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud política; y mayor también que la
que corresponda a aquellos que, superándoles por la riqueza, son inferiores a
ellos, sin embargo, en mérito.
Puedo concluir de
todo lo dicho que, evidentemente, al formular los ricos y los pobres opiniones
tan opuestas sobre el poder, no han encontrado ni unos ni otros más que una
parte de la verdad y de la justicia.
Capítulo XI
Conclusión de la teoría del reinado
Conclusión de la teoría del reinado
La materia nos
conduce ahora a tratar del reinado en que el monarca puede hacer todo lo que le
plazca, y que vamos a estudiar aquí. Ninguno de los reinados que se llaman
legales constituye, repito, una especie particular de gobierno, puesto que se
puede establecer dondequiera un generalato inamovible, en la democracia lo
mismo que en la aristocracia. Muchas veces el gobierno militar está confiado a
un solo individuo, y hay una magistratura de este género en Epidamno y en
Opunto, donde, sin embargo, los poderes del jefe supremo son menos extensos. En
cuanto a lo que se llama reinado absoluto, es decir, aquel en que un solo
hombre reina soberanamente como bien le parece, muchos sostienen que la
naturaleza misma de las cosas rechaza este poder de uno sólo sobre todos los
ciudadanos, puesto que el Estado no es más que una asociación de seres iguales,
y que entre seres naturales iguales las prerrogativas y los derechos deben ser
necesariamente idénticos. Si es en el orden físico perjudicial dar alimento
igual y vestidos iguales a hombres de constitución y estatura diferentes, la
analogía no es menos patente cuando se trata de los derechos políticos; y, a la
inversa, la desigualdad entre iguales no es menos irracional.
Es, por tanto, justo
que la participación en el poder y en la obediencia sea para todos
perfectamente igual y alternativa; porque esto es, precisamente, lo que procura
hacer la ley, y la ley es la constitución. Es preciso preferir la soberanía de
la ley a la de uno de los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder
debe ponerse en manos de muchos, sólo se les debe hacer guardianes y servidores
de la ley; porque si la existencia de las magistraturas es cosa indispensable,
es una injusticia patente dar una magistratura suprema a un solo hombre, con
exclusión de todos los que valen tanto como él.
A pesar de lo que se
ha dicho, allí donde la ley es impotente, un individuo no podrá nunca más que
ella; una ley que ha sabido enseñar convenientemente a los magistrados puede
muy bien dejar a su buen sentido y a su justificación el arreglar y juzgar
todos los casos en que ella guarda silencio. Más aún; les concede el derecho de
corregir todos los defectos que tenga, cuando la experiencia ha hecho ver que
admite una mejora posible. Por tanto, cuando se reclama la soberanía de la ley
se pide que la razón reine a la par que las leyes; pero pedir la soberanía para
un rey es hacer soberanos al hombre y a la bestia; porque los atractivos del
instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando están en el
poder, hasta a los mejores; la ley, por el contrario, es la inteligencia sin
las ciegas pasiones. El ejemplo tomado más arriba de las ciencias no parece
concluyente; es peligroso atenerse en medicina a los preceptos escritos, y vale
más confiar en los hombres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado por la
amistad a prescribir un tratamiento irracional; a lo más, tendrá en cuenta los
honorarios que le ha de valer la curación. En política, por lo contrario, la
corrupción y el favor ejercen muy poderosamente un funesto influjo. Sólo cuando
se sospecha que el médico se ha dejado ganar por los enemigos para atentar a la
vida del enfermo, se acude a los preceptos escritos. Más aún, el médico enfermo
llama para curarse a otros médicos, y el gimnasta muestra su fuerza en
presencia de otros gimnasias; creyendo unos y otros que juzgarían mal si fuesen
jueces en causa propia, por no poder ser desinteresados. Luego, evidentemente,
cuando sólo se aspira a obtener la justicia es preciso optar por un término
medio, y este término medio es la ley. Por otra parte, hay leyes fundadas en
las costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes
escritas; y, si es posible que se encuentren en la voluntad de un monarca más
garantías que en la ley escrita, seguramente se encontrarán menos que en estas
leyes, cuya fuerza descansa por completo en las costumbres. Pero un solo hombre
no puede verlo todo con sus propios ojos; será preciso que delegue su poder en
numerosos funcionarios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente
establecer esta repartición del poder desde el principio que dejarlo a la
voluntad de un solo individuo? Además, queda siempre en pie la objeción que
precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuoso merece el poder a causa de
su superioridad, dos hombres virtuosos lo merecerán más aún. Así dice el poeta:
«Dos bravos compañeros, cuando marchan juntos...»,
súplica que hace Agamenón cuando pide al cielo
«Tener diez consejeros sabios como Néstor.»
«Dos bravos compañeros, cuando marchan juntos...»,
súplica que hace Agamenón cuando pide al cielo
«Tener diez consejeros sabios como Néstor.»
Pero hoy, se dirá,
en algunos Estados hay magistrados encargados de fallar soberanamente, como lo
hace el juez, en los casos que la ley no puede prever, prueba de que no se cree
que la ley sea el soberano y el juez más perfecto, por más que se reconozca su
omnipotencia en los puntos que ella decide; pero precisamente por lo mismo que
la ley sólo puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de su excelencia
y se pregunta si, en igualdad de circunstancias, no es preferible sustituir su
soberanía con la de un individuo, puesto que disponer legislativamente sobre
asuntos que exigen deliberación especial es una cosa completamente imposible.
No se niega que en tales casos sea preciso someterse al juicio de los hombres:
lo que se niega únicamente es que deba preferirse un solo individuo a muchos,
porque cada uno de los magistrados, aunque sea aislado, puede, guiado por la
ley que ha estudiado, juzgar muy equitativamente. Pero podría parecer absurdo
el sostener que un hombre que para formar juicio sólo tiene dos ojos y dos
oídos, y para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que una reunión
de individuos con órganos mucho más numerosos. En el estado actual, los
monarcas mismos se ven precisados a multiplicar sus ojos, sus oídos, sus manos
y sus pies, repartiendo la autoridad con los amigos del poder y con sus amigos
personales. Si estos agentes no son amigos del monarca no obrarán conforme a
las intenciones de éste; y si son sus amigos, obrarán, por el contrario, en
bien de su interés y del de su autoridad. Ahora bien, la amistad supone
necesariamente semejanza, igualdad; y el rey, al permitir que sus amigos
compartan su poder, viene a admitir al mismo tiempo que el poder debe ser igual
entre iguales.
Tales son, sobre
poco más o menos, las objeciones que se hacen al reinado.
Unas son
perfectamente fundadas, mientras que otras lo son quizá menos. El poder del
señor, así como el reinado o cualquier otro poder político justo y útil, es
conforme con la naturaleza, mientras que no lo es la tiranía, y todas las
formas corruptas de gobierno son igualmente contrarias a las leyes naturales.
Lo que hemos dicho prueba que, entre individuos iguales y semejantes, el poder
absoluto de un solo hombre no es útil ni justo, siendo del todo indiferente que
este hombre sea, por otra parte, como la ley viva en medio de la carencia de
leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos tan virtuosos o tan
depravados como él, o, en fin, que sea completamente superior a ellos por su
mérito. Sólo exceptúo un caso que voy a decir, y que ya he indicado antes.
Fijemos ante todo lo
que significan para un pueblo los epítetos de monárquico, aristocrático y
republicano. Un pueblo monárquico es aquel que naturalmente puede soportar la
autoridad de una familia dotada de todas las virtudes superiores que exige la
dominación política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las
cualidades necesarias para tener la constitución política que conviene a
hombres libres, puede naturalmente soportar la autoridad de ciertos jefes
llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo republicano es aquel en que por
naturaleza todo el mundo es guerrero, y sabe igualmente obedecer y mandar a la
sombra de una ley que asegura a la clase pobre la parte de poder que debe
corresponderle.
Así, pues, cuando
toda una raza, o aunque sea un individuo cualquiera, sobresale mostrando una
virtud de tal manera superior que sobrepuje a la virtud de todos los demás
ciudadanos juntos, entonces es justo que esta raza sea elevada al reinado, al
supremo poder, y que este individuo sea proclamado rey. Esto, repito, es justo,
no sólo porque así lo reconozcan los fundadores de las constituciones
aristocráticas, oligárquicas y también democráticas, que unánimemente han
admitido los derechos de la superioridad, aunque estén en desacuerdo acerca de la
naturaleza de esta superioridad, sino también por las razones que hemos
expuesto anteriormente. No es equitativo matar o proscribir mediante el
ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al nivel común,
porque la parte no debe sobreponerse al todo, y el todo, en este caso, es
precisamente esta virtud tan superior a todas las demás. No queda otra cosa que
hacer que obedecer a este hombre y reconocer en él un poder, no alternativo,
sino perpetuo.
Pongamos aquí fin al
estudio del reinado, después de haber expuesto sus diversas especies, sus
ventajas y sus peligros, según los pueblos a que se aplica, y después de haber
estudiado las formas que reviste.
Capítulo XII
Del gobierno perfecto o de la aristocracia
Capítulo XII
Del gobierno perfecto o de la aristocracia
De las tres
constituciones que hemos reconocido como buenas, la mejor debe ser
necesariamente la que tenga mejores jefes. Tal es el Estado en que se encuentra
por fortuna una gran superioridad de virtud, ya pertenezca a un solo individuo
con exclusión de los demás, ya a una raza entera, ya a la multitud, y en el que
los unos sepan obedecer tan bien como los otros mandar, movidos siempre por un
fin noble. Se ha demostrado precedentemente que en el gobierno perfecto la
virtud privada era idéntica a la virtud política; siendo no menos evidente que
con los mismos medios y las mismas virtudes que constituyen al hombre de bien
se puede constituir igualmente un Estado, aristocrático o monárquico; de donde
se sigue que la educación y las costumbres que forman al hombre virtuoso son
sobre poco más o menos las mismas que forman al ciudadano de una república o al
jefe de un reinado.
Sentado esto, veamos
de tratar de la república perfecta, de su naturaleza, y de los medios de
establecerla. Cuando se la quiere estudiar con todo el cuidado que merece, es
preciso...