sábado, 13 de agosto de 2016

Fragmentos REPÚBLICA de Platón

LIBRO IV
Para que el Estado sea feliz, han de serlo todos sus ciudadanos

I
 Al llegar a este punto, Adimanto, tomando la palabra, dijo:
- ¿Qué, pues, responderás, Sócrates, si alguien dice que tú no haces felices a tus guerreros, y eso a causa de ellos mismos, ya que en realidad son los dueños del Estado y no gozan de ninguna ventaja de los ciudadanos, como los demás [gobernantes de los otros Estados] que poseen tierras, se construyen bellas y espaciosas casas que amueblan con brillantez, ofrecen en su nombre sacrificios a los dioses, ejercitan la hospitalidad y poseen lo que ahora decías, oro, plata y todas las cosas que se conoce que tienen los que están destinados a ser felices? Sino, sencillamente, diría que están en la ciudad como defensores asalariados que no hacen otra cosa que montar la guardia.
- Sí dije yo , y no ganan más que su sustento, no añadiendo a éste ningún sueldo, como los demás [mercenarios], de manera que, si quisieran, no les es lícito salir al extranjero particularmente, ni mantener cortesanas, ni gastar a su antojo en otros placeres, cual hacen los que pasan por ser felices. Esas cosas y otras de parecida condición has dejado en tu reconvención.
- ¡Bien!, vengan, pues, esas afirmaciones.
- ¿Dices, pues, qué vamos a replicar?
- Sí.
- Siguiendo esa nuestra ruta, encontraremos lo que debe decirse, según yo creo. Diremos, en efecto, [que] nada sería de extraño si ellos [= nuestros guerreros] son de esa manera muy felices, porque no constituimos el Estado mirando que haya una clase única de ciudadanos nuestros particularmente feliz, sino el mayor número posible de ellos en el Estado entero; pues creemos que en un Estado de esta naturaleza se descubriría muy fácilmente la justicia, lo mismo que la injusticia en el Estado muy vicioso, y, después de ver esto, nos hallaremos en situación de juzgar la cuestión que desde tiempo nos ocupa. Ahora, pues, como creemos, formamos el Estado feliz, no escogiendo unos pocos de esa clase, sino [incluyéndolos] a todos; a continuación examinaremos el Estado contrario. De hecho, si alguno se nos acercase cuando estamos pintando una estatua y nos censurase porque no aplicamos los más bellos colores a las más bellas partes del cuerpo, pues los ojos, suprema hermosura del cuerpo, habían sido pintados de negro y no de color púrpura, me parece que nos defenderíamos con razón diciendo: «¡Oh admirable [hombre]!, piensas que nosotros debíamos pintar ojos tan bellos de manera que no parecieran ojos, como las demás partes del cuerpo; pero considera que, dando a cada parte el color que le corresponde, hacemos el conjunto perfecto; así también ahora es necesario que nosotros no procuremos para los guardianes una felicidad tal que les haga toda otra cosa que guardianes. Pues también podríamos establecer que los labradores se vistieran con túnicas talares, cubrirlos de oro y permitirles que no trabajasen la tierra sino para su placer; y que los alfareros reclinados sobre sus lechos bebiesen y banqueteasen junto al fuego, dejando aparte la rueda para trabajar cuando lo desear~n, y a todos los demás [ciudadanos] hacerlos felices de ese mismo modo, para que por eso la ciudad entera [viva] con [total] felicidad. Pero no nos hagas pensar de esa manera; porque, si te creyéramos, ni el labrador sería labrador, ni el alfarero, alfarero, ni llegaría a existir el Estado, si nadie permanece en su condición. Sin embargo, [esa] condición [de libertad] es menos grave que la de los otros [los guerreros]; pues el que lleguen a ser malos los zapateros, [por ejemplo], y se corrompan y presuman de que lo son no siéndolo, no supone nada grave para el Estado; pero que los guardianes de las leyes y del Estado, no siéndo[lo], sino pareciéndo[lo], tú ves por eso que destruyen por completo todo el Estado y que, por otra parte, sólo ellos tienen la oportunidad de que sea gobernado bien y obtenga la felicidad. » Si nosotros formamos guardianes, [son] verdaderos, nada absolutamente perjudiciales para el Estado, pero el que dice que los labradores [pueden ser] cualesquiera y como felices ciudadanos en fiestas, pero no en [sus funciones de]l Estado, diría otra cosa que el Estado. Debemos, por lo tanto, en primer lugar, examinar si establecemos los guardianes mirando que se les origine la mayor felicidad posible o si, mirando a todo el Estado por entero, debe atenderse a la felicidad general y se debe obligar por la fuerza o por la persuasión a nuestros auxiliares y guardianes a que sean los mejores artesanos de sus propias obras, y a todos los demás [ciudadanos] del mismo modo, y cuando de esa forma el Estado entero haya florecido y se haya consolidado bien, [si] debe dejarse que a cada uno la Naturaleza les dé la felicidad que le asigne.

Ni riquezas ni pobreza excesiva
 II
- ¡Bien! atajó él; me parece que dices bien.
- ¿Así pues continué yo , te parecerá que digo con justicia la proposición gemela de ésa?
- ¿Cuál precisamente?
- Examina de nuevo si estas dos cosas [que voy a nombrar] corrompen a los artesanos de manera que los vuelven malos.
- ¿Cuáles son, pues, ésas?
- La riqueza contesté yo y la pobreza.
- ¿De qué modo?
- De éste. ¿Te parece que un alfarero, después de haberse enriquecido, querrá cuidarse de su oficio?
- De ningún modo contestó.
- ¿Se volverá él más perezoso y descuidado?
- Mucho, en verdad.
- Por lo tanto, ¿llegará a ser un alfarero más malo?
- Y eso  -dijo-  mucho más.
- Y además, si no puede procurarse utensilios o cualquier otro objeto para [ejercer] su oficio a causa de la pobreza, ejecutará obras más deficientes y a sus hijos o a otros a quienes enseñe los hará unos obreros inferiores.
- ¿Pues cómo no?
- Por ambas cosas, pues, la pobreza y la riqueza, las obras de los artesanos [serán] de inferior calidad y también los propios artesanos.
- Es evidente.
- Pues, al parecer, hemos encontrado para los guardianes otra [tarea], la de que por todos los medios debe vigilarse que jamás penetren en la ciudad esos dos males sin que ellos se den cuenta.
- ¿Cuáles son esos males?
- La riqueza y la pobreza -contesté yo- ; porque una produce molicie, ociosidad e innovación, y la otra, en presencia de la innovación, la bajeza y la maldad.
- Ciertamente [sucede] mucho -dijo- . Sin embargo, Sócrates, reflexiona cómo nuestro Estado podrá hacer la guerra, ya que no ha adquirido dinero, por cuanto si, por otra parte, es necesario que luche contra un [Estado] grande y rico.
- [Es] evidente dije yo que [resulta] más penoso enfrentarse con un solo [Estado] y más fácil con dos de esa clase [que dices].
- ¿Cómo dices? -atajó él.
- En primer lugar -dije-, si acaso se debe combatir, ¿verdad que los atletas entregados a la guerra ombatirán con hombres ricos?
- Sí, [estoy de acuerdo con] eso -contestó.
-¿Pues qué, Adimanto? -continué yo-; ¿un púgil solo, cuando está muy bien preparado para la lucha, no te parece que pelea con más facilidad con dos que no son púgiles y además ricos y grasos?
- No, probablemente -contestó , si a la vez con los dos.
- ¿Ni siquiera si se despega de ellos apelando a la huida, para volverse siempre y golpear cada vez al que le sigue de cerca y si hace eso muchas veces y bajo un sol sofocante? ¿Acaso un hombre de tales condiciones no vencería a mayor número de esos que son así?
- Seguramente -contestó- no seria nada extraño.
- Pero ¿no crees que los ricos se dedican más al conocimiento y ejercicios del pugilato que a los de la guerra?
- Yo [así lo creo] ciertamente -dijo.
- Por consiguiente, nuestros atletas, por lo que se deduce, pelearán con dos o con más adversarios de ellos.
- Tendré que estar de acuerdo contigo -dijo-; pues me parece que tienes razón.
- ¿Y qué [pasaría] si, después de haber enviado una embajada a uno de los dos Estados, les dicen la verdad: «Nosotros no hacemos uso del oro y la plata, ni se nos está permitido, pero sí a vosotros; si, pues, os unís en la lucha con nosotros, los bienes de los otros son vuestros»?; ¿tú crees que los tales, después de haber escuchado esa proposición, escogerán luchar contra unos perros duros y flacos más que [luchar] contra las ovejas gordas y delicadas?
- No lo creo yo. Pero si para un solo Estado se acumulan los bienes de los otros, mira que no represente un peligro para el que es pobre.
- Tú eres feliz porque piensas que cualquier otro es digno de llevar el nombre de Estado como el que nosotros hemos organizado.
- ¿Pero por qué? -interrogó.
- Es necesario -continué yo- que se les dé un nombre más extenso a los demás [Estados], porque cada uno de ellos es un Estado múltiple, pero no uno, [como] en el juego. Sea lo que sea, contiene dos Estados enemigos entre sí: el de los pobres y el de los ricos; y de éstos, en cada uno de ellos, muchas más subdivisiones, a las que si las tratas como uno solo, errarías por completo, y si las tratas como a varios, dando 105 bienes de los otros a una clase de ellos, y el poder a las mismas personas, tú tendrás siempre muchos aliados y pocos enemigos. Y mientras tu Estado sea gobernado sabiamente como antes se estableció, será muy grande, no digo por su reputación, sino muy grande de hecho, aunque solamente tenga un millar de combatientes; pues no encontrarás fácilmente uno tan grande ni entre los griegos ni entre los bárbaros, aunque te parezca que son mucho más grandes que el nuestro; ¿acaso piensas de otro modo?
- No, ¡por Zeus! -contestó.

Límites del Estado
 III
- Por consiguiente -continué yo-, nos será posible fijar los límites que nuestros magistrados deben señalar al crecimiento del Estado y a la extensión de su territorio, después de haber renunciado a toda otra anexión. -- - ¿Qué límite? -preguntó.
- Me parece -contesté yo-  [que es] éste: mientras no pierda su unidad, si quiere aumentar, que aumente hasta ese límite, pero no más allá.
- Bien, en verdad -afirmo.
- Por lo tanto, también ordenaremos otra cosa a nuestros guardianes: que vigilen con toda atención que la ciudad no parezca ni grande ni pequeña, sino que guarde una cierta proporción y permanezca una.
- Y tal vez les daremos una orden poco importante -dijo.
- Y ciertamente -dije yo-, todavía [es] menos importante esta de la que hablé anteriormente, que se debían enviar, ora a las otras categorías [inferiores] a los niños degenerados de los guardianes, ora a las de los guardianes, a los de los otros, [que fueran] excelentes. Yo quería hacer ver que [los magistrados deben asignar a] los otros ciudadanos [la tarea] para la que uno ha nacido; por eso se debe educar a uno para una sola obra, con el objeto de que, ejerciendo cada uno una sola cosa, llegue a ser uno y no se divida en muchos, y de ese modo todo el Estado por entero sea uno solo y no múltiple.
- Es, en efecto -afirmó-, menos importante esto que aquello.
- Ciertamente, [mi] buen Adimanto -continué yo-, esos numerosos reglamentos que nosotros les asignamos no son, como podría parecer, sino de poca importancia, si observan el único que se llama grande, más [bien dicho], suficiente en vez de grande.
- ¿Cuál [es] ése? -preguntó.
- La instrucción y la educación -dije yo-; porque si son educados bien, llegan a ser justos, comprenden todas esas cuestiones y otras que nosotros dejamos ahora de lado: la posesión de las mujeres, el matrimonio, la procreación de los hijos, porque todas esas cosas, según el proverbio, deben realizarse lo más comúnmente posible entre amigos.
- Pues sería muy justo -afirmó.
- Y en verdad -dije-, si por otra parte la ciudad empieza bien organizada, se agranda como un círculo; porque una educación y una instrucción perfectas puestas a salvo forman buenos naturales, y, a su vez, esos dechados naturales arraigados en esa educación resultan todavía mejores que sus antepasados en todos los aspectos y [sobre todo] para la procreación, como también [sucede] en los demás animales.
- Es de razón por eso -afirmó.

LIBRO V

¿Posibilidad del Estado comunista? Cuando los filósofos sean reyes
XVII
>Pero a mí me parece, Sócrates, que si uno te deja desarrollar esta materia, ya no te acordarás más de la cuestión que has dejado de lado antes para entrar en todas estas disquisiciones: el que llegue a realizarse esa Constitución y de qué modo es posible; si llega a realizarse, el Estado que la posea tendrá toda clase de ventajas, y yo añado las que tú dejaste de lado: que nuestros guerreros combatirían tanto mejor a los enemigos cuanto menos se abandonen los unos a los otros, ya que, conociéndose mejor, se darían entre ellos el nombre de hermanos, de padres o de hijos; si, además, las mujeres tomasen parte en la guerra, ya se las ponga en línea con los hombres, ya se las coloque tras esa línea para hacer miedo al enemigo y para servir de refuerzo si es necesario alguna vez, sé que serían invencibles con toda esa alineación; y también, en tiempo de paz, veo cuántos bienes tendrían que tú has pasado por alto. Pero ya que estoy de acuerdo contigo en que se disfrutaría de todas esas ventajas y mil otras además, si nuestra Constitución se aplicase, no hables ya más sobre ella, sino intentemos ya convencernos a nosotros mismos de que es realizable y cómo puede serlo y dejemos de lado a lo demás.
- Repentinamente, tú -proseguí yo- hiciste irrupción en mi discurso y no perdonas mis retrasos. Pues ¿no sabes que, después de las dos olas de las que escapé con dificultad, lanzas contra mí la tercera, la más grande y la más difícil, la cual, cuando la hayas visto y escuchado, me perdonarás por completo y reconocerás que era natural mi vacilación y temía presentar una proposición tan extraña e intentar examinarla a fondo?
- Cuantas más excusas presentes -dijo-, más te apremiaremos a que nos expliques cómo es posible realizar nuestra Constitución. Pero habla y no demores.
- Pero ante todo -dije yo- es necesario recordar que nosotros hemos llegado hasta aquí buscando la naturaleza de la justicia y de la injusticia.
- ¡Sea!, ¿pero a qué eso? -preguntó.
- A nada; pero si llegamos a descubrir la naturaleza de la justicia, ¿acaso no exigiremos también que el hombre justo no se diferencie en nada de esta justicia, sino que en todo sea cual es la justicia?; ¿o estaremos satisfechos de que se acerque lo más posible a ella y que participe de ella más que los demás? --
- Así -dijo-; estaremos satisfechos.
- Por consiguiente, por poseer un modelo -proseguí yo-, buscábamos qué es la justicia y el hombre perfectamente justo, si podía existir, y, a la vez, lo que es la injusticia y el hombre completamente injusto, para que, poniendo nuestra mirada en ellos, aparezcan a nosotros su felicidad o su desdicha y nos veamos obligados a reconocernos en nosotros mismos que el que tenga la mayor semejanza con ellos tendrá una suerte más parecida a las suyas, pero no por eso era nuestra intención probar que esos modelos llegarían a ser posibles de realizar.
- Tú dices la verdad -afirmo.
- ¿Piensas, ciertamente, que una pintura es de menos valor la de aquel que, después de haber trazado el más bello modelo de hombre que pudiera existir y de haber dado todos los rasgos con perfección, no sería capaz de probar que pudiera existir un hombre de tal condición?
- No, ciertamente, ¡por Zeus! -contestó.
- ¿Qué, pues?, también nosotros decimos: ¿no trazábamos con la palabra el modelo de un Estado perfecto?
- Sí, en efecto.
- ¿Y crees que lo que hemos dicho vale menos por el hecho de si no podemos probar que es posible establecer un Estado como se decía?
- No, ciertamente -contestó.
- Por consiguiente -dije yo-, la verdad es de ese modo; pero si todavía debo tomarme interés de complacerte y de alguna manera principalmente demostrar también hasta qué punto podría ser realizable, de nuevo me mostrarás para esa demostración las mismas concesiones.
- ¿Cuáles?
- ¿Acaso es posible ejecutar algo como se describe, o en la naturaleza de las cosas la ejecución está menos cerca de la verdad que el discurso, aunque puede pensarse de otro modo?; ¿pero tú admites eso o no?
- Te lo admito -contestó.
- No es, pues, necesario que yo realice lo que he descrito con la palabra; pero, si yo puedo encontrar cómo podría establecerse un Estado muy cercano a nuestro ideal, reconoce que yo he demostrado lo que tú pides, la posibilidad de que llegue a ser lo que ordenas; ¿no estarás satisfecho de ese resultado?; pues yo lo estaría.
- Y yo también afirmo.  

XVIII
- Después de eso, al parecer, intentemos hallar y demostrar los defectos que hacen que los Estados de ahora no estén gobernados como el nuestro y qué cambio, el más insignificante, les llevaría hacia el espíritu de nuestra Constitución, que podría limitarse a un punto, o si no a dos, y en todo caso a un pequeño número de cosas de escasa importancia.
- Muy bien -asintió.
- Por tanto, cambiando una sola cosa, me parece que puedo demostrar que [ese Estado] cambiaría; sin embargo, [esa cosa] ni es pequeña ni fácil, pero posible.
- ¿Cuál? -preguntó.
- Pues me hallo sobre eso -dije yo- que comparábamos a la más enorme ola. Pero se dirá, por tanto, aunque como una ola que rompiera en carcajadas me sumergiera bajo el ridículo y el desprecio. Examina lo que voy a decir.
- Habla -dijo.
- A no ser -proseguí yo- que los filósofos sean los reyes en los Estados o los actualmente llamados reyes y soberanos sean filósofos en verdad y con suficiencia, y no se vea unida una cosa a otra, el poder político y la filosofía, y a no ser que una ley rigurosa aleje de los asuntos públicos a esa multitud de individuos a los que sus talentos les llevan exclusivamente a una o a otra, no habría remedio, querido Glaucón, ni para los males que devastan los Estados ni incluso, yo creo, para los del género humano; jamás, antes que esto [suceda], la Constitución que hemos trazado en idea nacerá, en la medida que es realizable, y verá la luz del día. Pero aquí está lo que desde hace mucho yo dudaba en declarar, viendo cómo iba a enfrentarme con las ideas admitidas; en efecto, se tendrá dificultad en admitir que la felicidad pública y privada no sea posible sino en nuestro Estado.
Y él dijo:
- ¡Oh Sócrates, qué palabra y qué declaración has lanzado, la que al proferirla te atraes sobre ti a gentes que no son de despreciar, que, despojándose de sus vestiduras a toda prisa y haciendo arma de lo primero que hallen a mano, caerán sobre ti con todas sus fuerzas para dejarte hecho de maravilla; y si a ellos no los rechazas con argumentos y no te escapas de sus manos, con seguridad, siendo objeto de sus burlas, pagarás tu temeridad.
- ¿Acaso no eres tú para mí el causante de ello? pregunté yo.
- Y congratulándome -contestó-. Pero no te abandonaré ciertamente, sino que te defenderé con todas mis fuerzas, refiriéndome a mi parcialidad y con mi exhortación, y a lo mejor te contestaré mejor que otro cualquiera. Y ya que tienes una ayuda de esta naturaleza, prueba a demostrar a los incrédulos que la cuestión es como tú la expones.
- Debo intentarlo -dije yo-, ya que tú te ofreces de ese modo como un gran aliado. Pues me parece [ser] necesario, si tenemos que escapar de quienes hablas, el explicarles qué clase de gentes son los filósofos, los que nos atrevemos a decir que deben gobernar, para que; una vez lleguen a ser bien conocidos, podamos defendernos demostrando que la Naturaleza ha hecho a unos para dedicarse a la filosofía y gobernar en el Estado, y a otros, para no dedicarse a ella y obedecer al que gobierna.
- Momento sería -dijo- de explicarlo.
- ¡Sea, pues!; acompáñame, a ver si por este lugar te conduciré convenientemente.
- ¡Vamos! dijo.
- ¿Será necesario -pregunté yo- que te recuerde o que tú te acuerdes de que, cuando decimos que alguien ama una cosa, debe, si se dice con justicia, mostrar su amor no por una parte, sino por la cosa entera?