jueves, 25 de agosto de 2016

Fragmentos del libro III de La Política


Libro tres:

Capítulo V
División de los gobiernos 

Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el gobierno señor supremo de la ciudad, es absolutamente preciso que el señor sea o un solo individuo, o una minoría, o la multitud de los ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría, o la mayoría, gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura necesariamente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno sólo, sea el de la minoría, sea el de la multitud, la constitución se desvía del camino trazado por su fin, puesto que, una de dos cosas, o los miembros de la asociación no son verdaderamente ciudadanos o lo son, y en este caso deben tener su parte en el provecho común. 

Cuando la monarquía o gobierno de uno sólo tiene por objeto el interés general, se le llama comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así, ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación especial la genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. Estas diferencias de denominación son muy exactas. Una virtud superior puede ser patrimonio de un individuo o de una minoría; pero a una mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial, si se exceptúa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en las masas; como lo prueba el que, en el gobierno de la mayoría, la parte más poderosa del Estado es la guerrera; y todos los que tienen armas son en él ciudadanos. 

Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. La tiranía es una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general. 

Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la naturaleza propia de cada uno de estos tres gobiernos; porque la materia ofrece dificultades. Cuando observamos las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho práctico, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no omitir ningún detalle ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su verdadera luz. 

La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno sólo, que reina como señor sobre la asociación política; la oligarquía es el predominio político de los ricos; y la demagogia, por el contrario, el predominio de los pobres con exclusión de los ricos. Veamos una objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña del Estado, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama demagogia; y, recíprocamente, si da la casualidad de que los pobres, estando en minoría relativamente a los ricos, sean, sin embargo, dueños del Estado, a causa de la superioridad de sus fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía, las definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se resuelve esta dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el gobierno en que los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos, y el de la demagogia para el Estado en que los pobres, que están en mayoría, son los señores. Porque, ¿cómo clasificar las dos formas de constitución que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la mayoría; otra en que los pobres forman la minoría; siendo unos y otros soberanos del Estado, a no ser que hayamos dejado de comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política? Pero la razón nos dice sobradamente que la dominación de la minoría y de la mayoría son cosas completamente accidentales, ésta en las oligarquías, aquélla en las democracias; porque los ricos constituyen en todas partes la minoría, como los pobres constituyen dondequiera la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más arriba no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y dondequiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de los pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la riqueza pertenece a pocos, pero la libertad a todos. Estas son las causas de las disensiones políticas entre ricos y pobres. 

Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la demagogia, y lo que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un cierto derecho, que es muy verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto punto, y no es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. Así, la igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para todos, sin embargo, sino sólo entre iguales; y lo mismo sucede con la desigualdad; es ciertamente un derecho, pero no respecto de todos, sino de individuos que son desiguales entre sí. Si se hace abstracción de los individuos, se corre el peligro de formar un juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces son jueces y partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El derecho limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a las personas, como dije en la Moral, se concede sin dificultad cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando se trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto, lo repito, nace de que se juzga muy mal cuando está uno interesado en el asunto. Porque unos y otros son expresión de cierta parte del derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un lado, superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen superiores en todo; de otro, iguales otros en un punto, de libertad, por ejemplo, se creen absolutamente iguales. Por ambos lados se olvida lo capital. 

Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la riqueza, la participación de los asociados en el Estado estaría en proporción directa de sus propiedades, y los partidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería equitativo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una tuviese la misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya se aplique esto a la primera entrega, ya a las adquisiciones sucesivas. Pero la asociación política tiene por fin, no sólo la existencia material de todos los asociados, sino también su felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse entre esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales no forman asociación por ser incapaces de felicidad y de libre albedrío. La asociación política no tiene tampoco por único objeto la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus relaciones mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente hacerse; porque entonces los etruscos y los cartagineses, y todos los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían ser considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, sobre los casos de una guerra común; aunque cada uno de ellos tiene, no un magistrado común para todas estas relaciones, sino magistrados separados, perfectamente indiferentes en punto a la moralidad de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos que puedan ser los comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver recíprocamente todo daño. Pero como la virtud y la corrupción política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que sólo quieren buenas leyes, es claro que la virtud debe ser el primer cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este título, y que no lo sea solamente en el nombre. De otra manera, la asociación política vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos lejanos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar; y la ley entonces sería una mera convención; y no sería, como ha dicho el sofista Licofrón, «otra cosa que una garantía de los derechos individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia personales de los ciudadanos». La prueba de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento localidades diversas y enciérrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto; ciertamente que no por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única, aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído entre sí matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial de la asociación civil. O si no, supóngase cierto número de hombres que viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin embargo, que no puedan estar en comunicación; supóngase que tienen leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar en las relaciones mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por ejemplo; pues bien, si sus relaciones se limitan a los cambios diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no constituirá todavía una ciudad. ¿Y por qué? En verdad no podrá decirse que en este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes. Lo que sucede es que cuando una asociación es tal que cada uno sólo ve el Estado en su propia casa, y la unión es sólo una simple liga contra la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de la unión no son en este caso más que las que hay entre individuos aislados. Luego, evidentemente, la ciudad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio; estas condiciones preliminares son indispensables para que la ciudad exista; pero aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación del bienestar y de la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma. 

Sin embargo, no podría alcanzarse este resultado sin la comunidad de domicilio y sin el auxilio de los matrimonios; y esto es lo que ha dado lugar en los Estados a las alianzas de familia, a las fratrias, a los sacrificios públicos y a las fiestas en que se reúnen los ciudadanos. La fuente de todas estas instituciones es la benevolencia, sentimiento que arrastra al hombre a preferir la vida común; y siendo el fin del Estado el bienestar de los ciudadanos, todas estas instituciones no tienden sino a afianzarle. El Estado no es más que una asociación en la que las familias reunidas por barrios deben encontrar todo el desenvolvimiento y todas las comodidades de la existencia; es decir, una vida virtuosa y feliz. Y así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común. Los que contribuyen con más a este fondo general de la asociación tienen en el Estado una parte mayor que los que, iguales o superiores por la libertad o por el nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud política; y mayor también que la que corresponda a aquellos que, superándoles por la riqueza, son inferiores a ellos, sin embargo, en mérito. 

Puedo concluir de todo lo dicho que, evidentemente, al formular los ricos y los pobres opiniones tan opuestas sobre el poder, no han encontrado ni unos ni otros más que una parte de la verdad y de la justicia. 

Capítulo XI
Conclusión de la teoría del reinado 

La materia nos conduce ahora a tratar del reinado en que el monarca puede hacer todo lo que le plazca, y que vamos a estudiar aquí. Ninguno de los reinados que se llaman legales constituye, repito, una especie particular de gobierno, puesto que se puede establecer dondequiera un generalato inamovible, en la democracia lo mismo que en la aristocracia. Muchas veces el gobierno militar está confiado a un solo individuo, y hay una magistratura de este género en Epidamno y en Opunto, donde, sin embargo, los poderes del jefe supremo son menos extensos. En cuanto a lo que se llama reinado absoluto, es decir, aquel en que un solo hombre reina soberanamente como bien le parece, muchos sostienen que la naturaleza misma de las cosas rechaza este poder de uno sólo sobre todos los ciudadanos, puesto que el Estado no es más que una asociación de seres iguales, y que entre seres naturales iguales las prerrogativas y los derechos deben ser necesariamente idénticos. Si es en el orden físico perjudicial dar alimento igual y vestidos iguales a hombres de constitución y estatura diferentes, la analogía no es menos patente cuando se trata de los derechos políticos; y, a la inversa, la desigualdad entre iguales no es menos irracional. 

Es, por tanto, justo que la participación en el poder y en la obediencia sea para todos perfectamente igual y alternativa; porque esto es, precisamente, lo que procura hacer la ley, y la ley es la constitución. Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de muchos, sólo se les debe hacer guardianes y servidores de la ley; porque si la existencia de las magistraturas es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una magistratura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los que valen tanto como él. 

A pesar de lo que se ha dicho, allí donde la ley es impotente, un individuo no podrá nunca más que ella; una ley que ha sabido enseñar convenientemente a los magistrados puede muy bien dejar a su buen sentido y a su justificación el arreglar y juzgar todos los casos en que ella guarda silencio. Más aún; les concede el derecho de corregir todos los defectos que tenga, cuando la experiencia ha hecho ver que admite una mejora posible. Por tanto, cuando se reclama la soberanía de la ley se pide que la razón reine a la par que las leyes; pero pedir la soberanía para un rey es hacer soberanos al hombre y a la bestia; porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por el contrario, es la inteligencia sin las ciegas pasiones. El ejemplo tomado más arriba de las ciencias no parece concluyente; es peligroso atenerse en medicina a los preceptos escritos, y vale más confiar en los hombres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado por la amistad a prescribir un tratamiento irracional; a lo más, tendrá en cuenta los honorarios que le ha de valer la curación. En política, por lo contrario, la corrupción y el favor ejercen muy poderosamente un funesto influjo. Sólo cuando se sospecha que el médico se ha dejado ganar por los enemigos para atentar a la vida del enfermo, se acude a los preceptos escritos. Más aún, el médico enfermo llama para curarse a otros médicos, y el gimnasta muestra su fuerza en presencia de otros gimnasias; creyendo unos y otros que juzgarían mal si fuesen jueces en causa propia, por no poder ser desinteresados. Luego, evidentemente, cuando sólo se aspira a obtener la justicia es preciso optar por un término medio, y este término medio es la ley. Por otra parte, hay leyes fundadas en las costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes escritas; y, si es posible que se encuentren en la voluntad de un monarca más garantías que en la ley escrita, seguramente se encontrarán menos que en estas leyes, cuya fuerza descansa por completo en las costumbres. Pero un solo hombre no puede verlo todo con sus propios ojos; será preciso que delegue su poder en numerosos funcionarios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente establecer esta repartición del poder desde el principio que dejarlo a la voluntad de un solo individuo? Además, queda siempre en pie la objeción que precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuoso merece el poder a causa de su superioridad, dos hombres virtuosos lo merecerán más aún. Así dice el poeta:
«Dos bravos compañeros, cuando marchan juntos...»,
súplica que hace Agamenón cuando pide al cielo
«Tener diez consejeros sabios como Néstor.»

Pero hoy, se dirá, en algunos Estados hay magistrados encargados de fallar soberanamente, como lo hace el juez, en los casos que la ley no puede prever, prueba de que no se cree que la ley sea el soberano y el juez más perfecto, por más que se reconozca su omnipotencia en los puntos que ella decide; pero precisamente por lo mismo que la ley sólo puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de su excelencia y se pregunta si, en igualdad de circunstancias, no es preferible sustituir su soberanía con la de un individuo, puesto que disponer legislativamente sobre asuntos que exigen deliberación especial es una cosa completamente imposible. No se niega que en tales casos sea preciso someterse al juicio de los hombres: lo que se niega únicamente es que deba preferirse un solo individuo a muchos, porque cada uno de los magistrados, aunque sea aislado, puede, guiado por la ley que ha estudiado, juzgar muy equitativamente. Pero podría parecer absurdo el sostener que un hombre que para formar juicio sólo tiene dos ojos y dos oídos, y para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que una reunión de individuos con órganos mucho más numerosos. En el estado actual, los monarcas mismos se ven precisados a multiplicar sus ojos, sus oídos, sus manos y sus pies, repartiendo la autoridad con los amigos del poder y con sus amigos personales. Si estos agentes no son amigos del monarca no obrarán conforme a las intenciones de éste; y si son sus amigos, obrarán, por el contrario, en bien de su interés y del de su autoridad. Ahora bien, la amistad supone necesariamente semejanza, igualdad; y el rey, al permitir que sus amigos compartan su poder, viene a admitir al mismo tiempo que el poder debe ser igual entre iguales. 

Tales son, sobre poco más o menos, las objeciones que se hacen al reinado. 

Unas son perfectamente fundadas, mientras que otras lo son quizá menos. El poder del señor, así como el reinado o cualquier otro poder político justo y útil, es conforme con la naturaleza, mientras que no lo es la tiranía, y todas las formas corruptas de gobierno son igualmente contrarias a las leyes naturales. Lo que hemos dicho prueba que, entre individuos iguales y semejantes, el poder absoluto de un solo hombre no es útil ni justo, siendo del todo indiferente que este hombre sea, por otra parte, como la ley viva en medio de la carencia de leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos tan virtuosos o tan depravados como él, o, en fin, que sea completamente superior a ellos por su mérito. Sólo exceptúo un caso que voy a decir, y que ya he indicado antes. 

Fijemos ante todo lo que significan para un pueblo los epítetos de monárquico, aristocrático y republicano. Un pueblo monárquico es aquel que naturalmente puede soportar la autoridad de una familia dotada de todas las virtudes superiores que exige la dominación política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las cualidades necesarias para tener la constitución política que conviene a hombres libres, puede naturalmente soportar la autoridad de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo republicano es aquel en que por naturaleza todo el mundo es guerrero, y sabe igualmente obedecer y mandar a la sombra de una ley que asegura a la clase pobre la parte de poder que debe corresponderle. 

Así, pues, cuando toda una raza, o aunque sea un individuo cualquiera, sobresale mostrando una virtud de tal manera superior que sobrepuje a la virtud de todos los demás ciudadanos juntos, entonces es justo que esta raza sea elevada al reinado, al supremo poder, y que este individuo sea proclamado rey. Esto, repito, es justo, no sólo porque así lo reconozcan los fundadores de las constituciones aristocráticas, oligárquicas y también democráticas, que unánimemente han admitido los derechos de la superioridad, aunque estén en desacuerdo acerca de la naturaleza de esta superioridad, sino también por las razones que hemos expuesto anteriormente. No es equitativo matar o proscribir mediante el ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al nivel común, porque la parte no debe sobreponerse al todo, y el todo, en este caso, es precisamente esta virtud tan superior a todas las demás. No queda otra cosa que hacer que obedecer a este hombre y reconocer en él un poder, no alternativo, sino perpetuo. 

Pongamos aquí fin al estudio del reinado, después de haber expuesto sus diversas especies, sus ventajas y sus peligros, según los pueblos a que se aplica, y después de haber estudiado las formas que reviste.

Capítulo XII
Del gobierno perfecto o de la aristocracia 

De las tres constituciones que hemos reconocido como buenas, la mejor debe ser necesariamente la que tenga mejores jefes. Tal es el Estado en que se encuentra por fortuna una gran superioridad de virtud, ya pertenezca a un solo individuo con exclusión de los demás, ya a una raza entera, ya a la multitud, y en el que los unos sepan obedecer tan bien como los otros mandar, movidos siempre por un fin noble. Se ha demostrado precedentemente que en el gobierno perfecto la virtud privada era idéntica a la virtud política; siendo no menos evidente que con los mismos medios y las mismas virtudes que constituyen al hombre de bien se puede constituir igualmente un Estado, aristocrático o monárquico; de donde se sigue que la educación y las costumbres que forman al hombre virtuoso son sobre poco más o menos las mismas que forman al ciudadano de una república o al jefe de un reinado. 


Sentado esto, veamos de tratar de la república perfecta, de su naturaleza, y de los medios de establecerla. Cuando se la quiere estudiar con todo el cuidado que merece, es preciso...